Martin Auer: La guerra extraña, Historias para educar en la paz |
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Hablando ClaroPlease share if you want to help to promote peace! Traducido por Gema González NavasRevisado por Sara Bernal Rutter |
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Ahora me gustaría hablar claramente sobre algo, especialmente ahora que muchos se andan por las ramas, ahora que nadie dice lo que realmente piensa porque no es correcto, no es costumbre o porque nos trae recuerdos que es mejor dejar enterrados. Precisamente por eso es necesario que alguien cuente las cosas como son. Por supuesto que los extranjeros, incluso en el sur y en el este, son gente también. Nadie pone eso en duda. Tienen ojos, boca y nariz como nosotros. Sienten amor y miedo como nosotros y tienen talento o son tontos como nosotros y así sucesivamente. Está claro que entre ellos, al igual que entre nosotros, los hay más o menos decentes y que cuando crecen en las circunstancias apropiadas no tienen más propensión al crimen que la que podamos tener nosotros. Pero no se trata de eso. Se trata de esto: nosotros tenemos que defender nuestra cultura, tenemos que defender nuestra riqueza sin la que nuestra cultura no existiría. El hecho es que aquí vivimos en uno de los países más ricos del mundo. Y esto también va para todos aquellos que pueden leer estas palabras, para los alemanes tanto como para los suizos o los austríacos. Aquí tenemos prosperidad y una estructura social segura con las que los griegos o los polacos sólo pueden soñar. Los etíopes o los colombianos no pueden ni siquiera imaginárselas. Afrontemos los hechos como son: de los seis billones de habitantes del mundo, sólo un billón vive en las 'naciones industrializadas' y curiosamente ésos somos nosotros. ¡Nosotros, el sexto de la humanidad, somos dueños de cuatro quintos de la riqueza de la Tierra! Consumimos el 70% de la energía, el 60% de la comida y el 85% de la madera de la tierra. ¿Qué pasaría si los otros simplemente vinieran y pidieran su parte? Hasta ahora no han sido más que un millón o millón y medio de pobres diablos que llegan a nosotros huyendo de persecuciones policiales, de guerras o de hambre. ¡Bueno, pero ahí fuera no hay millones sino unos cuantos billones de pobres diablos llenos de envidia de nuestra prosperidad! Nosotros, el sexto más rico, tenemos sesenta veces más que el sexto de los más pobres. Es una realidad que se tiene que asumir completamente sin avergonzarse falsamente de ello. Un alemán consume tanta gasolina como diez africanos negros. Un alemán emite tanto CO2 en el aire como 65 negros. En nuestra parte del mundo hay un coche por cada dos habitantes, contando a los niños. En la India, hay un coche por cada 455 personas. ¡Afrontémoslo, si todos ellos quisieran vivir como nosotros, acabaríamos con el planeta! No hay suficiente petróleo en el mundo para que los negros y los chinos conduzcan coches también. ¡Esos son hechos! Todo aquél al que le guste hablar de justicia mientras se toma una taza de café no tiene más que pensar en cuánto está pagando por ese café. Hace diez años los negros de ahí abajo y los indios de Latinoamérica obtuvieron de nosotros el equivalente de una locomotora por 13.000 sacos de café. Hoy si quieren comprarnos una locomotora tienen que enviarnos 45.000 sacos. Pero uno no puede quejarse y decir que eso es malo para nosotros. A ninguno de nosotros le gustaría prescindir de café barato. ¿Cuántos de los que adoran hablar de justicia compran voluntariamente el café caro de las tiendas de solidaridad con el Tercer Mundo? ¿Quién se pregunta, al comprar una falda de algodón barata de la India o un precioso pañuelo de seda, si son baratos porque están relacionados con la explotación laboral infantil? No, la caridad comienza en casa. Nuestra prioridad es pensar en nuestro futuro y en el de nuestra familia y eso es natural. Los indios o los chinos harían lo mismo si ellos fueran las naciones que dirigiesen el mundo. No nos engañemos: el orden mundial entero descansa en la supremacía de los blancos. ¿Dónde están situadas las naciones industrializadas? En América del Norte, en Europa, en Australia, en Sudáfrica, en Japón. Ahora no podemos contar ni siquiera a Rusia. Ahí son casi todos blancos, sin contar a los japoneses. Y las naciones industrializadas dan por sentado que tienen que hacer cualquier cosa para proteger su supremacía en el mundo, principalmente por medios políticos y económicos en nuestros días. No estamos sólo protegiendo nuestras fronteras contra la entrada de refugiados de los países pobres, sino también nuestros mercados de sus productos. Por ejemplo, no nos interesan tanto sus manufacturas textiles como sus materias primas. Importamos su cacao, pero nunca chocolate. Después de todo tenemos que proteger nuestra industria textil y chocolatera de la competencia. En verdad no tenemos el mínimo interés en que los países de ahí abajo establezcan sus propias industrias o se desarrollen. Lo que queremos es seguir vendiendo nuestros productos industriales a alto precio y comprarles materias primas baratas. Pero, ¿serán estas medidas económicas y políticas, como la unidad europea, siempre suficientes para asegurar nuestra supremacía en el mundo? ¿No se tendrán que convertir algún día en medidas militares? Cuando asistimos al colapso del Imperio Rojo, algunas personas actuaron durante una temporada como si fuera a llegar la paz eterna. Pero para los más previsores estaba claro que los problemas no vendrían tanto del Este como del Sur. Desde la guerra del Golfo, una cosa quedó clara: cuando Saddam Hussein intentó quedarse con Kuwait, la quinta parte más rica le echamos un buen rapapolvo como venganza. Por suerte estábamos tratando con un verdadero dictador y con una violación del derecho internacional, así nadie podía decir que no teníamos derecho a hacerlo. Pero no fue sólo Saddam el que probó el significado de la superioridad tecnológica-militar. La guerra televisada mostró a todo el Sur quien eran los dueños del mundo. Y el señor Milosevic, que también por suerte es un dictador y un criminal de guerra, nos hizo un favor semejante para que nadie se atreviese a señalarnos haciéndonos co-responsables de la guerra al rechazar nuestros ultimátum y otros actos diplomáticos. Mirándolo con perspectiva, estas guerras nos fueron necesarias. ¡No nos engañemos! No nos engañemos tampoco con la imagen que creemos que ellos tienen de nosotros. Cada uno de nosotros puede comprar claveles de Colombia en mitad del invierno por 100 pesetas. ¿Y acaso alguien se pregunta cómo es posible? ¡Hay aviones que cada día vuelan la mitad del mundo solamente para traernos flores recién cortadas del otro lado del globo! Ni siquiera los emperadores de la antigua Roma podían costearse esos lujos. ¿Acaso no somos los aristócratas del mundo? Seríamos bastante ingenuos si pensásemos que los cinco sextos restantes nos adoran. Obviamente no todos nos beneficiamos de la misma manera de nuestra preeminencia en el mundo. A unos pocos no se les tiene tanto en cuenta; pero contra eso no se puede hacer nada. Nuestro sistema es meritocrático como una competición de esquí: que uno sea doscientas centésimas de segundo más lento que el otro, no quiere decir que, por eso, sea peor esquiador. Pero, de acuerdo con las reglas, sólo tres pueden obtener una medalla y el resto nada. Pero nuestro sistema no es solamente meritocrático sino también un sistema de bienestar. Y los más pobres de nuestra parte del mundo, que recibe ayuda del estado de bienestar, todavía viven mejor que mucha gente de Mozambique. Pero no se trata de eso. Hay algunos que saben que nunca ganarán una medalla, que nunca pertenecerán a la clase de los que tienen éxito y son famosos. Estos están frustrados y no se puede hacer nada para evitarlo. Por supuesto que sería muy agradable cambiar nuestra escala de valores y situar la amistad, la simpatía, el humor, o la capacidad de ser feliz y disfrutar la vida en lo alto de la escala, pero si lo hubiéramos hecho así no habríamos llegado a ser tan prósperos como somos hoy. Tienes que entenderlo, debemos nuestra prosperidad a nuestro sistema de valores, en el cual el éxito se sitúa como el valor privilegiado de la lista. Y la gente que se queda con los últimos restos, que se siente inútil y no necesitada, se siente humillada y está llena de rabia. ¿Acaso no son ellos también blancos europeos, alemanes, miembros de los países industrializados? ¿Acaso no forman parte del grupo de los que se dicen ser la sal de la tierra? ¿Por qué no pertenecen a él? Naturalmente esta gente, en su mayoría joven, no pueden entender por qué, por un lado, nos dejamos llevar en un grado extremadamente limitado por nuestras consideraciones humanitarias en nuestras actividades económicas en el mundo, y, por otro lado, todavía seguimos dando ayuda humanitaria a un grupo fundamentalmente pequeño e insignificante de gente. Su razonamiento, naturalmente simplificado, defiende que si nos presentamos como los señores de todos los pueblos a nivel político y económico, por qué no podemos también hacer lo mismo con respecto a los miembros individuales de los grupos de extranjeros, especialmente con los que están en nuestro propio país. Ellos pasan por alto el hecho de que un mínimo de humanidad es necesario para mantener nuestra reputación en el mundo, lo cual, por supuesto, también contribuye a nuestros éxitos económicos. También pasan por alto el hecho de que el coste de ese ejercicio de humanidad no es tan alto. Los bancos alemanes por sí solos ganan cuarenta y cinco veces más con los intereses de los préstamos a países en vías de desarrollo de lo que los gobiernos federales gastan en ayuda a refugiados y a demandantes de asilo. De todos modos, aquí hay sólo tres refugiados por cada mil residentes, mientras que en países como Malawi hay 105 refugiados por cada mil residentes. Afortunadamente el 85% de los refugiados de todo el mundo se quedan en el Tercer Mundo de todas maneras. Pero todavía uno tiene que mostrar cierto grado de entendimiento con esos enfervorizados y radicales jóvenes y no demonizarlos como extremistas de derecha o neonazis puros y duros. Por supuesto que no es agradable prender fuego a las residencias de los demandantes de asilo o ir dando palizas racista por ahí. Eso es primitivo y cruel, pero, sobre todo, estas acciones extremas perjudican nuestras relaciones internacionales y nuestra política comercial exportadora de forma directa. Pero detrás de esos estúpidos excesos, que repito siento que son completamente deleznables, hay un sentimiento y un pensamiento totalmente realista: hay que construir un muro que nos proteja de las embestidas del Sur. Pero no debemos permitir esos excesos. Debemos mantener el orden. Por otro lado, debemos reconocer que la premisa que esos excesos expresan es completamente saludable y el resultado lógico de nuestra posición de poder económico y político en el mundo. Y probablemente, sí probablemente, algún día necesitemos esa actitud básica mucho más que hoy porque, quién puede decir que un día no tendremos que defender nuestros logros y nuestra posición en el mundo incluso militarmente. Pero habrá un día que el cántaro se rompa y sea necesario defender nuestra cultura, nuestros valores e incluso nuestra riqueza y preeminencia en el mundo hasta el final. Y solamente podremos hacer eso con una saludable y fuerte actitud de 'Alemania primero', 'Austria primero', o 'Europa primero', firmemente ancladas como valores fundamentales de nuestras culturas en la mente y en el corazón de la gente. ¡Tenemos que entenderlo claramente y no dejarnos engañar! Un europeo. Comentarios del autorEl contenido de este sitio web ha sido publicado por los usuarios registrados. Si encuentras algo inadecuado o susceptible de ser spam, por favor, ponte en contacto con el autor. |